Camino a la zona
El año 1920 Le Corbusier anunció lo siguiente: “Ha comenzado una gran época, animada por un espíritu nuevo: un espíritu de construcción y de síntesis, guiado por unos conceptos claros”. Su Villa Saboye, en Poissy, a las afueras de París sigue al pie de la letra los cinco puntos de su código: el uso de ‘pilotis’, la cubierta-jardín, la planta libre, las ventanas horizontales y la fachada libre. Algunas décadas después, Guerra Mundial de por medio, Jacques Tati parodia a la arquitectura moderna en Mi tío, donde aparece una casa similar a la Villa Saboye. Posiblemente se inspiró en ella, igual que pudo pensar en la Unité d’Habitation de Marsella, también de Le Corbusier, y en las cajas de cristal de Mies van der Rohe al plantear los decorados de Playtime. Para acceder a la villa de Tati, los visitantes tienen que recorrer un enloquecido camino en espiral. El objeto racionalista queda alejado de este modo de la realidad por un recorrido iniciático, pero ridículo.
La alternativa política es situar al edificio en el museo, desactivándolo. En realidad, la casa ejemplar dejó pronto de ser vivienda, para constituirse en icono, en un santuario pagano. Como tal recibe valoraciones de los usuarios de Tripadvisor. Uno de ellos califica como pésima la ‘atracción’. Copio y pego: “El parque está bien cuidado, pero la villa anda descuidada. No entiendo que se paguen 8€ por ver esta ruina. Se impone una reparación y una reflexión”. Reparación y reflexión, de acuerdo. Con el tiempo tanto Mies como Le Corbusier como Tati con su parodia terminan siendo digeridos por el mismo estómago mediático, hiperdiseñado, y habitando el mismo espacio del museo, de la imitación, de la cita. El mismo ámbito Google. Pueden ser la excusa para la decoración de un restaurante, o el decorado para un videojuego.
“La casa –decía Le Corbusier- estará posada en la hierba como un objeto”. Como un platillo volante en un planeta ajeno. Esa propuesta del arquitecto la convierte Fernando Romero en el asunto de varias de sus pinturas. Villa Saboye con su rectángulo de césped verde que la perspectiva convierte en un trapecio, encerrada por los árboles, y sobre ella y su utopía racional, se desarrolla la realidad gestual y romántica de unas nubes. En este cuadro particular, este tema de las nubes –que había protagonizado toda una serie de obras (magnífica) de este pintor– aparece como invitado en una serie nueva, donde el asunto se diría, en un principio, que fuera la arquitectura. Pero fijémonos mejor en el contexto. Si una nave alienígena elige visitar la Tierra, y deja al azar dónde posarse, lo más probable es que lo haga en un terreno baldío, lejos de cualquier población. A los mitos del Movimiento Moderno, como la Villa Saboye o la Unité d’Habitation, o como la casa Farnsworth de Mies, Fernando Romero les hace el favor de trasladarlos al territorio del azar, de devolverlos así a su condición de platillos volantes, rescatándolos del fervor museístico y del culto de dulía, recuperando ese periodo –en el intervalo entre la condición de viviendas fallidas y de santuario con taquillas a la puerta– en que pudieron ser, en su abandono, un escenario.
En el devenir de estas pinturas de Fernando Romero, la mirada se eleva, adopta la visión apocalíptica y antiutópica de la perspectiva vertical. Y los lugares se vacían. Las ruinas de la vieja vanguardia son poco más que ensoñaciones. O fantasmales peajes. Lo que se descubre es la nueva Tierra Baldía, el lugar del vacío, el ‘Terrain Vague’, según término acuñado por Ignasi de SalàMorales. Según este autor un vacío así se interpretará como ausencia, “pero también como promesa, como encuentro, como espacio de lo posible, expectación”.
Fernando Romero plantea su exposición como un paseo. Una peregrinación (o quête) que remite muy directamente a Stalker, de Tarkovski. La ‘Zona’ a la que se encaminan los protagonistas de esa película es uno de esos espacios vacantes a los que se dirige el Deseo. Deseo que Eugenio Trías, el filósofo del límite (o de las lindes), consideraba clave de lectura para Stalker y para el resto de la filmografía de Tarkovski. Con un criterio muy diferente, Adorno pensó que el arte moderno se deberá dirigir a una tierra de nadie, sustituta de la tierra habitable. Pero el tiempo y la intemperie han redimido extrañamente al arte, creando una belleza que escapa de la impostura por una vía casi mística, señalizada por las ruinas de la modernidad, camino de fértiles ‘nadas’. Por eso, Fernando Romero me habla de esos “paisajes mutantes” de Stalker, “que van cambiando y redirigiendo a los errantes”. Y de las similitudes de ese peregrinar con el proceso plástico: “las formas del paisaje van cambiando en función de la composición y la búsqueda de un objetivo por parte del artista”. Al final del recorrido, en la pared última, el tríptico Terrain Vague, donde los planos verdes, de un verde que sólo es un recuerdo de la naturaleza (un deseo del verde), descienden y vuelven a remontar levemente el vuelo, sobre un fondo negro, desolador en apariencia, acompañados por unos perfiles de un gris gélido. El final de un recorrido que es algo parecido a un altar, y algo parecido también a un reinicio.
ALEJANDRO J. RATIA
Crítico de Arte y Comisario de Exposiciones